A la terrible tragedia que hoy llamamos I Guerra Mundial se la conoció en su momento como la Gran Guerra. Aun para una sociedad heredera de conflictos milenarios, aquel acontecimiento tuvo tal dimensión que se creyó con convicción que ésta sería la última de las guerras en Europa.

Dos décadas después estalló la que conocemos como II Guerra Mundial. Un enfrentamiento total de cuyas dimensiones y consecuencias nunca hemos estado lo suficientemente conscientes. Desde entonces y hasta el día de hoy, nada ha cambiado. Centenares de conflictos y millones de muertos solo han conseguido insensibilizarnos al terror, a ese dolor inconmensurable donde las víctimas rara vez son sus causantes, mientras acaban trágicamente con las vidas e ilusiones de millones de inocentes.

No puedo evitar comparar las diferentes reacciones de la sociedad civilizada frente a dos hechos igualmente trágicos como son una pandemia y una guerra. La pandemia como esta que estamos sufriendo, amenaza con cambiar los paradigmas que fundamentan nuestra sociedad, o eso es lo que nos anuncian quienes interpretan las consecuencias de esta tragedia. Nuestro mundo nunca será igual (nos dicen), incluso los valores de nuestra sociedad sufrirán cambios de difícil pronóstico, populismos, crisis económica tensiones sociales… todo eso y más parece el inevitable resultado de la presencia de un virus que ha causado en torno a 3.000.000 de muertos.

Éstas son muchas víctimas, pero son muchas menos de las causadas por decenas de conflictos que la mayoría de la gente ignora convenientemente. Millones de muertos en las guerras civiles centroafricanas, donde las multinacionales se disputan los recursos de esos países mientras su gente vive en la miseria y muere sin que la conciencia de la ciudadanía acomodada se vea alterada por esa incómoda realidad.

Es un ejemplo entre muchos. Tantos que uno se pregunta ¿por qué? ¿Qué hace tan difícil que la sociedad humana crezca en torno a la tolerancia, los pactos… en definitiva en torno a la paz? Cualquier persona, por poco amueblada que tenga su cabeza, y por muy desestructurado que tenga su espíritu, sabe o intuye que los conflictos no son inevitables. Que estos, generan más destrucción, más muerte, más perjuicios en definitiva que un virus por destructivo que este sea, y sin embargo, todos hacemos causa común en torno a uno, mientras que nos afiliamos a cualquier causa que despierte nuestros instintos más primarios llevándonos al enfrentamiento. La mayoría de las veces no parece necesaria una razón. Casi siempre se reconoce a toro pasado que se pudo hacer de otra manera con muchísimo menos esfuerzo que el que se puso para justificar el conflicto. Sin embargo, las afiliaciones que alimentan los enfrentamientos son tan numerosas, y tan virulentas sus fobias, que en la mayoría de las ocasiones, una vez se inicia el camino hacia el abismo nada lo detiene.

Yo no tengo la respuesta a esta paradoja. Solo sé que sorprendentemente, pese a la experiencia y esa pátina moral y civilizadora que nos adorna no hemos avanzado ni un ápice en esa dirección. Intento explicárselo a los jóvenes cuando tengo oportunidad. Casi siempre me escuchan con esa condescendencia con la que se obsequia a quien cuenta batallitas con las que nadie se identifica. Otras veces se muestran más comprensivos, y hasta convencidos, pero al día siguiente, una bandera del color que sea o una causa sin contenido despierta en ellos la necesidad de estigmatizar al adversario y aniquilarlo. Nunca sabemos en qué acabará lo que se inicia sin aparente trascendencia. El llamado efecto mariposa nos coge siempre con la guardia baja. Acontecimientos sin aparente importancia desencadenan procesos que separan familias, y amigos, dividen nuestra sociedad, generan malestar, crisis económicas, y no con poca frecuencia ese derramamiento de sangre del que luego todos renegamos.

Un día tras otro, los titulares hacen referencia a interminables conflictos que como un nudo gordiano son irresolubles dada la poca voluntad de sus protagonistas. La satisfacción de perjudicar al enemigo es superior a la responsabilidad de evitar el perjuicio a tu propia gente. Lo vemos en Oriente Medio un año tras otro, donde la dinámica autodestructiva se justifica no tanto en la supervivencia como en el deseo irrefrenable de dañar al contrario. En ese contexto es imposible progresar en la dirección adecuada. Los avances tecnológicos o sanitarios, en la producción de alimentos… todo aquello que se pensaba hace un siglo generaría una sociedad más próspera y justa, solo sirve para destruir mejor a unos, esclavizar a otros, y coaccionar a la mayoría.

Me disculpo por esta larga reflexión. Es lo que pienso, lo que siento, y lamentablemente no deja espacio al optimismo. Al menos hoy. Mañana será otro día.

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