Asumimos, con cierta ingenuidad, que en democracia estamos protegidos de las indeseables tácticas y las tristes consecuencias asociadas a una dictadura. Así debería ser. Entonces, ¿Por qué albergo en mi espíritu la duda sobre si me dan gato por liebre en esa ecuación?

¿Será porque la naturaleza de los hombres es la misma en los dos casos? Se supone que en democracia la titularidad del poder y su ejercicio no deberían aplicarse de forma abusiva y en contra de la voluntad de quienes les concedieron la administración con sus votos. Entonces ¿deberíamos preocuparnos? Por otra parte, el control de los medios y la imposición del pensamiento único con su relato interesado, propio de las dictaduras, ¿no debería inquietarnos cuando se da en democracia? Si la diferencia entre un régimen y otro fuera coherente con sus postulados, esperaríamos en principio un mínimo de dignidad en todos aquellos que dicen representarnos, pero todo indica que el interés personal o partidista en todos los niveles del poder se impone al bien general, soslayando en el proceso las reglas de juego democrático. ¿Deberíamos preocuparnos?

Se supone que la solidez de las instituciones nos protege de los abusos e injusticias, pero sobre todo garantizan la normalidad constitucional. Sucede que el asalto a esas instituciones y su uso partidista las transforma en instrumentos del poder como en cualquier dictadura. Entonces ¿deberíamos reaccionar?

En democracia hay elecciones, en algunas dictaduras también. En democracia el pueblo se expresa y su voluntad se respeta. Nunca los intereses de una minoría contraria al orden constitucional debería imponer su voluntad como en las dictaduras. ¿Entonces por qué preocuparnos?

En democracia nadie debería usar los recursos del Estado en beneficio de unos pocos, a costa de los intereses de la mayoría. ¿Entonces, es aceptable la compra de voluntades a costa del patrimonio de todos?

Con estos y otros muchos ejemplos no son pocos los interesados que aún afirman que nuestra salud e higiene democrática es ejemplar. Según ellos, quienes cuestionan permanentemente los malos hábitos democráticos de nuestros gobernantes, sean del color que sean, son unos fachas ignorantes, unos ingenuos que escuchan a quien no deberían, o unos maliciosos empeñados en derrocar ese extraño y contradictorio mosaico de intereses que se define como la mayoría de “progreso”. Otra similitud que me preocupa y confunde, es el descaro con el que identifican sus intereses con los del pueblo que pretenden representar.

Yo me levanto cada mañana con la incertidumbre de si vivimos en una democracia merecedora de ese nombre, o en una dictadura camaleónica capaz de simular su naturaleza mientras defiende unos valores contrarios a los que firmamos ya hace unas décadas. ¿Mi preocupación es lícita o mi entendimiento se debilita con la edad? O ambas cosas. F.R.

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