Duermo poco y mal, aun así acostumbro a madrugar.
A primera hora y mientras la cafetera se pone en marcha preparo el menú para mis madrugadores invitados.
No los veo, pero sé que estarán ahí en cuanto los primeros rayos de luz solar les dé la confianza necesaria frente a las amenazadoras sombras ya en retirada.
Gorriones, tórtolas y una variada presencia de otras pequeñas criaturas me visitan todos los días reclamando el alimento que yo les ofrezco.
Uno de estos días eludí mi compromiso con esas avecillas a causa del frío y todavía hoy me siento culpable, un vecino madrugador observó decenas de estos pajarillos revolotear por el espacio que les tengo reservado mientras yo estaba calentito entre mis sábanas.
Sucedió que ese día hizo mucho frío, tanto que fue el tema central del noticiero por encima del virus y otras calamidades que nos asolan, así que no consideré necesaria mi aportación al confort de unos pajarillos que, según creía, disponen de todo lo necesario en su medio natural. Yo dadas mis circunstancias no quise tentar a la suerte y esos días no salí ni a comprar el pan, pero mi familia cumplió con su rutina y acudieron a sus lugares de trabajo mientras que yo atendí telemáticamente mis responsabilidades laborales.
Fue al atardecer del día siguiente que tomé conciencia del desastre vital que representaba la ola de frío para aquellas pequeñas criaturas. Decenas de gorriones y otras especies aparecieron muertas en el entorno de mi casa muchas más morían de inanición según las noticias, por lo que recomendaban darles alguna asistencia como ya se acostumbra en otros lugares.
Mi disgusto fue tan grande como mi sentido de culpabilidad. Gastamos millones en misiones espaciales con el objetivo de descubrir vida microscópica en marte y no somos capaces de atender y mimar la vida y las maravillas que nos rodean.
Con la energía que da sentirse obligado por la culpabilidad, me puse mano a la obra. Comederos fijos y bien provistos fueron mi respuesta y así conseguí aliviar mi culpa.
Pasaron unos días y pude observar que los comederos no despertaron el interés de mis visitantes, en cambio acudían sin retraso en cuanto yo acudía y extendía su alimento por el espacio asignado. Finalmente creo entender que yo me gané su confianza y en mi presencia se sienten más seguros.
Eso me gusta creer.
Días después recibí la llamada a través del Skype de una persona muy cercana y querida en mi casa. Tras ponernos al día, le conté por hablar de algo la experiencia que les estoy narrando. Cuál fue mi sorpresa cuando de forma contenida empezó a sollozar ¿Qué le sucedía?
Tras varios intentos y para que yo no sacara conclusiones equivocadas, me confesó que estaba de baja sin que a su juicio esta estuviera justificada
“¡No aguantaba más Felipe! Y ahora me siento culpable, pero estoy agotada anímicamente. Tengo que reaccionar y no sé cómo hacerlo ni de dónde sacar fuerzas. Mis compañeros confían en mí y esperan mi vuelta lo antes posible. No sé si podré.”
Intenté calmarla refiriéndome a su historial profesional y también a lo mucho que se había esforzado hasta ahora, pero no fue suficiente.
“Si tú te sientes culpable por unos pajarillos, imagina como me siento yo al no estar a la altura en un momento como este.”
Lo que hablamos después no corresponde reproducirlo, me gusta creer que de algo sirvió, ya que ella volvió al día siguiente donde se la esperaba y donde resulta más útil.
Esto es en la UCI del hospital de mi ciudad.
Hoy un día más, son muchos los sanitarios que asumen ese plus de responsabilidad y entrega a riesgo de sufrir un colapso emocional entre otras cosas, mientras que la sociedad en general se distancia de esa realidad ignorando el sacrificio de tantos y el sufrimiento de muchos más.
Yo sigo con lo mío, pajarillos incluidos -no doy para más- mi amiga y sus compañeros con lo suyo y sin desfallecer. De verdad que merecen lo que no podemos darle, pero podemos intentarlo.
No se olviden de los gorriones, están desapareciendo.