El juego político en España ha alcanzado cotas de absurdo que rayan en lo ridículo. El Gobierno en funciones de Pedro Sánchez ha protagonizado un episodio que demuestra su disposición a cualquier cosa para mantenerse en el poder, incluso si eso significa renunciar al reconocimiento del español como lengua de trabajo en la Unión Europea.

¡Bravo, señor Sánchez, ha logrado usted lo impensable! (Me reservo algunos calificativos)

La triste comedia comenzó cuando Exteriores presentó una petición ante la UE sobre el uso de lenguas cooficiales en las instituciones europeas. Parecería una solicitud razonable, si no fuera por el hecho de que su única motivación era complacer al prófugo ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y su obsesión por el catalán. Claro, cumplir promesas socialistas a Junts es más importante que asegurar el estatus del español en Europa.

Pero el despropósito no termina ahí. La respuesta de Bruselas fue como una bofetada diplomática. La mayoría de los países de la UE se negó siquiera a considerar la propuesta, y se solicitó un informe jurídico antes de proceder. En términos simples, rechazaron de plano la idea. Esto no es solo una negativa a tratar la petición, es una bofetada en toda regla para el Gobierno español en funciones.

Lo que más preocupa en este triste episodio es que España ha tirado por la borda años de esfuerzo diplomático para lograr que el español tenga el mismo estatus que el francés, el alemán o el inglés en la UE. Parece que ahora, gracias a las artimañas políticas de Sánchez, estamos dispuestos a renunciar a ese objetivo en favor de competidores internos nacionales. ¿Por qué habría de considerarse el español como lengua de trabajo en la UE si ni siquiera es el único idioma que representa a España, según la retórica del Gobierno?

Este espectáculo lamentable no solo tiene un costo diplomático, sino que también afecta al relato oficial de España en su lucha contra la propaganda independentista. El esfuerzo de la diplomacia española para combatir el relato separatista se ha visto socavado por la propia incompetencia y desesperación del Gobierno. Incluso el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, llegó a pedir una votación sin debate en la reunión, pero tuvo que conformarse con una discusión y un posterior rechazo a votar, junto con la solicitud de un informe jurídico.

Este triste episodio demuestra que los partidos independentistas y nacionalistas tienen una influencia desproporcionada en la agenda nacional. La rapidez con la que el Gobierno ha tratado este asunto, sin considerar las implicaciones nacionales y multilingües de otros Estados miembros de la UE, es sorprendente. En ningún otro país de la Unión se ha planteado algo similar.

En resumen, España ha hecho el ridículo en la escena internacional, sacrificando el estatus del español en la UE en un intento desesperado de mantener el poder. ¿Hasta qué punto llegará este espectáculo lamentable? Parece que la política española ha caído en un abismo de absurdidad sin fin.

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