Debo estar envejeciendo a un ritmo más rápido de lo previsto. No lo digo porque mi salud me dé más disgustos de los habituales en alguien de mi edad, que no es el caso, más bien por la perspectiva que acompaña casi todas mis reflexiones.
Entiendo, y así me lo ha parecido siempre, que las desavenencias siendo como son de diversa naturaleza, si se enquistan y crecen como un tumor, solo pueden empeorar la ofensa o el desacuerdo que le dio origen. ¿Quién está dispuesto a la reconciliación o entendimiento tras liarse a hostias con el contrincante? ¡Nadie!
Todos los conflictos acaban con un vencido lleno de rencor, o en el mejor de los casos ambos contendientes absolutamente agotados y en ambos casos acostumbran a quedar esos rescoldos que tarde o temprano resucitan el anterior pleito generando un bucle interminable generación tras generación.
Sucede que a veces (pocas) surge un adversario que une las partes en conflicto. La historia es rica en ejemplos que nos muestran que eso es cierto. Pueblos antes enfrentados aúnan recursos y voluntades contra el peligro compartido. En otras ocasiones, eso no sucede porque una de las partes ( o las dos ) está tan comprometida con su beligerancia, que prefiere el caos que a todos perjudica, antes que darle una oportunidad al adversario, o mejor aún hacer las paces y construir un proyecto que aúne voluntades.
Hoy, cuando la pandemia nos da un respiro, permanece la amenaza de un rebrote que terminaría por minar gravemente nuestra resistencia, sin olvidar la gravísima crisis económica y humanitaria que nos amenaza. Solo el esfuerzo conjunto y sin condicionamientos partidistas, puede suavizar una transición a la “normalidad” con ciertas garantías.
Nuestros políticos, son un reflejo de lo que somos como sociedad, también lo contrario es cierto, su mal ejemplo contamina a la ciudadanía. En un caso y en otro nos conviene reaccionar, y superar diferencias, de lo contrario esta crisis y sus consecuencias terminarán siendo otro ejemplo entre muchos de nuestro fracaso.