No. No se froten los ojos. No es un clickbait barato ni un arrebato de fiebre tardía. Es la cruda, grotesca y tragicómicamente surrealista realidad del circo político español en el ocaso de 2025. Mientras usted se preocupaba por llegar a fin de mes o por si la hipoteca le iba a devorar la nómina, la vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, ha decidido que su misión en la vida no es solucionar los problemas de los españoles, sino emular, con una precisión que haría palidecer a un reenactor histórico, las políticas de boicot económico de la Alemania nacionalsocialista de 1933.
Sí, ha leído bien. No es una metáfora. Es el esperpento vivo y coleando.
El sábado 1 de abril de 1933 –una fecha que la ironía del calendario marcó como el Día de los Inocentes en el mundo anglosajón–, el régimen nazi puso en marcha el Judenboykott, el boicot a los negocios judíos. Las SA, con sus camisas pardas y sus caras de pocos amigos, se plantaron frente a tiendas, consultorios médicos y despachos de abogados propiedad de judíos. El objetivo: marcar, señalar, aislar. Identificar al “enemo” económico interior. Fue el primer acto de un drama que todos conocemos y cuyo final aún resuena en la memoria de Europa como un estrugo de vergüenza y horror.
Avancemos 92 años en el calendario. No estamos en la Alemania de Weimar, estamos en la España de la coalición progresista. No hay camisas pardas, hay blazers de corte vintage comprados en tiendas de comercio justo. No hay esvásticas, hay banderas republicanas y pancartas con leños de fake news. Y en lugar de un führer de bigotillo rectangular, tenemos a una vicepresidenta con un afán pedagógico que, por lo visto, ha estado estudiando en el manual de Joseph Goebbels.
El pasado 12 de septiembre, Yolanda Díaz, líder de Sumar y número dos de un Gobierno que se autodenomina el más progresista de la historia democrática, propuso que se “etiqueten” –su eufemismo favorito– los productos israelíes. No por transgénicos, no por huella de carbono, no por explotación laboral. No. Se propone marcarlos con el sambenito de ser… israelíes. Para que el bueno consumidor, ese ente abstracto al que la señora Díaz cree tener que aleccionar, sepa exactamente qué comprar y, sobre todo, qué no comprar. Para que pueda ejercer, dice ella, su “derecho” a elegir. Un derecho que, curiosamente, sólo parece ejercerse en una dirección: la del boicot.
La comparación no es nuestra. Es de una evidencia tan atronadora que se clava en la frente como un clavo. Hitler no empezó cerrando negocios; empezó señalándolos. No prohibió, sugirió. No obligó, instó. El mecanismo es idéntico: identificar un colectivo, demonizarlo, y luego facilitar las herramientas para su marginación económica y social. Es el wokeism convertido en política de Estado, con una vena de antisemitismo rancio que uno pensaría extinto en la izquierda, pero que al parecer solo estaba dormido, agazapado en la retórica antisionista más cavernaria.
¿Y quién está detrás de esta joya legislativa? Pues nada menos que los diputados de Sumar, Juan Antonio Valero y, atención al nombre, Enrique Santiago. Sí, el mismo Enrique Santiago que milita en el Partido Comunista de España. Porque aquí viene la segunda capa de cinismo: la señora Díaz y sus acólitos se presentan como paladines de los derechos humanos, pero beben de la misma fuente doctrinal que Stalin, ese gran amigo de los judíos que, oh, casualidad, también tuvo sus más y sus menos con ellos cuando dejaron de serle útiles. Porque no se equivoquen: el comunismo histórico no fue precisamente un nido de philosemitismo. Y lo que proponen hoy desde Sumar huele a ese mismo rancio totalitarismo de manual, disfrazado de solidaridad woke.
Stalin, no lo olvidemos, fue el mejor aliado de Hitler hasta que el muy ingrato de Hitler decidió que prefería Moscú a Londres e invadió la Unión Soviética. Entre 1939 y 1941, la URSS fue el principal proveedor de materias primas del Tercer Reich. Sin el grano, el petróleo y el mineral de Stalin, la máquina de guerra nazi no habría llegado tan lejos. Es el mismo Stalin cuyo régimen practicó pogromos y políticas de pureza ideológica que, en esencia, no difieren mucho del Judenboykott. Pero claro, como los soviéticos ganaron la guerra, su relato se lavó, se pulió y se vendió como “antifascista”. La historia la escriben los vencedores, y los vencedores comunistas se aseguraron de que su antisemitismo quedara convenientemente enterrado en el baúl de los recuerdos. Hasta ahora. Hasta que la señora Díaz y el señor Santiago lo desempolvan y nos lo venden como la última innovación en activism o de salón.
Pero el disparate no termina ahí. No contentos con señalar productos en los supermercados, la cruzada de Sumar se extiende a lo que ellos denominan, con un lenguaje que hiela la sangre, “fondos israelíes de inversión”. Han puesto en el punto de mira a empresas como QQR Colsberg, Crabis y Roberts –una empresa, sepan, que organiza festivales de música aquí, en España– o White Investments. Las acusan de ser “cómplices de genocidio”. Sí, han leído bien: genocidio. Utilizan la palabra más grave, más terrible, más históricamente cargada del diccionario, y la lanzan a la ligera contra el Estado de Israel. Es una trivialización del horror, un insulto a la memoria de las víctimas del Holocausto y una temeridad geopolítica de dimensiones cósmicas.
Porque seamos claros, Yolanda, cariño, permíteme el feedback: los judíos, no sé si te has enterado, no viven solo en Israel. Son una diáspora. Una diáspora poderosa, influyente y, lo siento por romper tu relato maniqueo, mayoritariamente liberal. Una buena parte de la élite del Partido Demócrata en Estados Unidos es judía. La industria del cine de Hollywood, esa que tanto te gusta citar cuando te conviene, está llena de judíos. La cultura, las finanzas, la tecnología global… ¿De verdad crees que van a ver tu boycott casero con simpatía? ¿De verdad te piensas que van a decir “ah, es que Yolanda es de izquierdas, así que su antisemitismo es el bueno”? Te lo digo claro: antes que demócratas o republicanos, se sienten judíos. Y tu iniciativa, querida, nos señala a todos los españoles. Nos convierte, por asociación, en el país del viejo continente que decide que marcar productos por su origen nacional es una política exterior aceptable. Gracias. Mil gracias. Nos lo podías haber puesto un poco más difícil en los foros internacionales, la verdad.
Y aquí es donde el esperpento alcanza su cenit. Porque España, querida Yoli, depende de tecnología israelí más de lo que tu ideología te permite comprender. ¿Sabías que la policía española utiliza software israelí para programas críticos como el seguimiento de violencia de género o de pederastia? ¿Sabías que muchos de nuestros museos se gestionan con programas informáticos made in Israel? ¿Te has parado a pensar que proyectos militares estratégicos, en un momento de máxima tensión en Europa con Rusa merodeando como un oso hambriento, están parados porque dependemos de una tecnología que tú ahora quieres estigmatizar?
Imagino la escena: el ministro de Cultura, ese tontachu con pinta de profeta menor que se peleó con una panadera en Formentera porque no le atendían con la suficiente celeridad (la élite progresista siempre es muy solidaria con la plebe hasta que la plebe les hace esperar en la cola), recibiendo la orden de desmontar los sistemas de gestión de los museos del Prado o el Reina Sofía porque son “cómplices de genocidio”. O peor aún, imaginemos a nuestros agentes de policía luchando contra la lacra de la violencia machista con un Excel de 2003 porque el software avanzado israelí ahora es persona non grata en la España de la señora Díaz.
Es de una irresponsabilidad tan monumental que casi, casi, da pena. Es jugar a ser ministra de Geopolítica en el patio del colegio con la arrogancia de quien cree que el mundo se rige por los mismos dogmos simples que se corean en una asamblea de facultad. El mundo real es complejo, Yolanda. En el mundo real, las cosas tienen consecuencias. Y la consecuencia de tu performance ideológica es que nos vas a dejar a todos los españoles sin tecnología, sin inversiones y con una fama de país antisemita y alejado de la realidad que nos va a costar décadas borrar.
Dices que no te gusta la política de Netanyahu. Pues muy bien. Bienvenida al club. A millones de israelíes tampoco. Criticar a un gobierno es legítimo y necesario. Pero lo que tú propones no es criticar a un gobierno. Es señalar a un pueblo. Es marcar un origen. Es resucitar el fantasma de la culpa colectiva, el mismo que recorrió Europa en los años 30 con resultados catastróficos.
A ti, personalmente, que seas una nostálgica de las políticas de identidad más rancias y excluyentes, me da igual. En un país libre, cada uno puede abrazar la ideología que quiera, por muy estrambótica que sea. El problema es que no lo practicas en la intimidad de tu casa. Lo impones desde la Vicepresidencia del Gobierno. Utilizas el poder del Estado para lanzar una cruzada personal que nos perjudica a todos, que nos aísla internacionalmente y que mancha la imagen de España con la brocha gorda del más cutre populismo.
Y para colmo, el remate final, el guinda del pastel surrealista: tú, Yolanda Díaz, con ese afán de marcar orígenes y señalar identidades, tienes –y lo digo con el máximo respeto fenotípico– una nariz de un porte, una enjundia, una personalidad propia… que no desentonaría nada, nada, en una reunión de la JDC en Tel Aviv. La ironía es tan densa que se podría cortar con un cuchillo.
En fin, Yoli, cuídate mucho. Sigue en tu lucha. Sigue jugando a ser la revolucionaria de salón. Pero haznos un favor a los españoles: deja el manual de historia de los años 30 en la estantería y coge, por una vez, un libro de economía, de geopolítica o, simplemente, de sentido común. O mejor aún, dimite y monta un club de lectura sobre las virtudes del boicot. Pero no nos condenes a todos al ridículo internacional con tu performance tragicómica de Goebbels con smoothie de kale.
Un beso muy fuerte. Nos vemos en el búnker.