Son tiempos extraños, donde el valor y el sentido de los conceptos se trastocan, restándole todo el valioso contenido obtenido tras muchas luchas. El feminismo fue un movimiento que terminó seduciendo con justicia a los hombres de bien pese al condicionante de siglos. Pero hoy, a mi parecer, hay quienes usurpan su titularidad en beneficio de su propia ideología partidista. ¿De qué otra manera se entiende si no esa interesada radicalidad en algunos casos, mientras en otros más significados se pone de perfil para eludir su complicidad?
Hoy, los titulares de casi todos los medios se hacen eco de la denuncia volcada a Alfonso Guerra por la forma en que se expresó en relación con Yolanda Díaz. Su frase, hasta donde recuerdo, ironizaba sobre su evidente adicción a la peluquería, y añadía algo en cuanto a reflexionar correctamente y tomar buenas decisiones entre una y otra de sus frecuentes visitas a esta. Al parecer hay unanimidad en identificar esa forma de expresarse con el súmmum del machismo. No voy a discutirlo, pero me gustaría recordar a estos escandalizados y sensibles activistas del pseudo feminismo otros episodios.
No recuerdo que ni Yolanda Díaz ni su tribu denunciaran a su jefe de filas Pablo Iglesias, cuando este sugería azotar hasta hacerla sangrar a una presentadora y periodista (Mariló Montero). Ni siquiera cuando otras mujeres con responsabilidad política, pero de otro signo ideológico, fueron agredidas verbalmente y con amenazas físicas, por ejemplo Inés Arrimadas en algunas ciudades catalanas. Tampoco oí a ninguna de ellas salir en defensa de la jueza Alaya cuando cumpliendo con sus funciones investigaba la corrupción del partido socialista en el caso de los ERES. En aquel entonces, algunas mujeres encontraron relevante que su aspecto físico sugiriera un interés en su apariencia indigno de una jueza. También justificaron los escraches a los que fue sometida por ciertos sindicatos en la entrada de su juzgado, con comentarios claramente machistas, y así podría continuar hasta el agotamiento.
El fondo de este asunto tiene que ver con la construcción de un relato donde la legitimidad se la arroga, una parte que magnifica lo que le interesa, y soslaya lo que le conviene enterrar. En ese contexto, es peligroso expresarse con ecuanimidad. El riesgo de la estigmatización personal y hasta profesional es grande. El ridículo en el que están cayendo los apóstoles de ese sinsentido es mayor. F. R.