Cada generación tiene que responder de sus propios pecados. Pero cuando lo hacemos en relación a tiempos pasados, es bueno comprender el contexto, y no dejarse llevar por lecturas superficiales de lo que fueron los hechos que buscan escandalizarnos. Durante siglos, Europa fue una inmensa hoguera donde miles de desgraciados, especialmente mujeres, fueron sacrificadas por la ignorancia y superstición de la época. Curiosamente, y pese a la creencia popular, la Inquisición española tan denostada (con razón en muchos casos) se mostró infinitamente más perspicaz a la hora de analizar los hechos que en la Europa central causaban histerias colectivas, y miles de víctimas.

Me apetece rememorar este episodio, y así lo hago.

A principios del año 1610, los habitantes del valle de Baztán observaron entre perplejos y preocupados cómo desde la vecina Francia llegaban centenares de familias que huían con lo puesto, buscando refugio en España de la caza de brujas que estaba asolando al país vecino.

El año anterior, el juez y alto funcionario francés Pierre De Lancre, había condenado a muerte a más de cien personas acusadas de tener tratos con el Diablo, obteniendo las confesiones de los acusados o de los supuestos testigos bajo el rigor de las más recias torturas.

Las nuevas familias que se instalaron en el valle navarro, venían impregnadas del miedo a brujas y demonios que arruinaban las cosechas, invocaban desgracias, provocaban naufragios, adoraban al maligno, y participaban en cultos satánicos transformados en animales por medio de sus ungüentos mágicos según las creencias de entonces.

 

 

 

Bien pronto, los recelos y suspicacias entre los vecinos propagaron rumores, levantaron sospechas, discurrieron bulos, y muy oportunamente, aprovecharon la ocasión para dirimir viejas rencillas con antiguos enemigos. En cuanto uno caía en manos de la justicia, las delaciones se sucedían en cascada, implicando en las acusaciones a más y más gente, que a su vez, espoleados por el miedo a las torturas y vejaciones confesaban su culpa, y señalaban a nuevos inculpados.

Siete mujeres y tres hombres, viéndose arrastrados ante las autoridades, y con sus casas registradas en busca de indicios de tratos con el Maligno, hicieron una confesión pública en la iglesia parroquial, consiguiendo calmar la ira exaltada de sus vecinos.

Pero la Iglesia tiene el oído fino, y el ruido de lo que ocurría en Zugarramurdi llegó al Tribunal de la Inquisición de Logroño que empezó por encarcelar a cuatro de las personas que inicialmente habían confesado.

Aunque todos los acusados tan pronto decían como se desdecían por temor a las torturas, los inquisidores consiguieron que confesaran de nuevo, y arrastraran en la conjura a más de trescientas personas como cómplices de sus aquelarres. El auto de fe se celebró en Logroño. Dieciocho personas se acogieron a la misericordia del Tribunal, seis fueron condenados a la hoguera, y cinco en efigie.

Destaca en el proceso el informe del inquisidor Don Alonso de Salazar Frías porque expresó su discrepancia con sus otros colegas, y que por ello ha pasado a la Historia como el “abogado de las brujas”.

Escéptico, sensato, lógico, positivo y realista,elaboró un testimonio en el que ponía en duda las afirmaciones de los acusados, poniendo el peso de la prueba en lo que se pudiera demostrar en lugar de en las fantasías y leyendas de los concurrentes.

Investigó los casos uno a uno, cotejó testimonios, y descubrió que muchos de los testigos se contradecían en sus exposiciones, que divergían en las preguntas concretas acerca de los accesos de entrada o salida; los ungüentos que supuestamente les conferían poderes mágicos los experimentó con animales sin resultado, comprobó a través de las matronas la virginidad de las doncellas que decían haber tenido trato carnal con el Diablo, y esperó pacientemente durante noches enteras para comprobar cómo salían volando las brujas hacia los aquelarres sin obtener resultados.

Muchos fueron los testigos que reconocieron haber acusado a otros por miedo, llegando a la conclusión de que la gran mayoría de los casos sometidos a juicio no eran más que patrañas alimentadas por la ignorancia, y sustentadas en la esperanza que les prometían los frailes si confesaban.

El Consejo de la Suprema Inquisición tuvo muy en cuenta el informe de Salazar y finalmente intentó compensar a las víctimas ordenando que sus sambenitos no quedaran expuestos en ninguna iglesia para eludir el estigma sobre ellos y sus descendientes.

Don Alonso de Salazar Frías fue un adelantado a su tiempo, y la Inquisición española no generó ni de lejos las víctimas que sus homólogos de Alemania, Francia Polonia, Suiza o Inglaterra, pero como es habitual, la ignorancia que nos define, y el odio a nuestro propio pasado, nos hace los principales consumidores una vez más de la leyenda negra.

 

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