Una de las cosas que más me sorprendió en Estados Unidos es que en cuanto quedaba con alguien que parecía tener un interés romántico en mí enseguida me contaba cuánto ganaba.
Eso sería algo impensable en Europa y sonaba muy raro, y, sin embargo, para ellos era una prueba de que esa persona tenía un interés serio, que me respetaba. Que me veía como posible conquista.
En Francia, por ejemplo, es de malísima educación preguntarle a alguien lo que vota o hablar de política en la mesa y, en lo que yo recuerdo, hasta hace años en España esa regla se seguía. Entre personas educadas no se hablaba de política. Ahora hemos llegado a lo mismo, pero por miedo.
No se puede hablar de política en grandes grupos de WhatsApp porque la gente se acaba matando. Ni en grupos de familiares ni en grupos de actividades. La mayoría de mis amigas no pueden hablar de política en el trabajo. Porque saben que si expresan sus ideas les podrán despedir.
Expresar algo tan simple como que el sexo es binario te puede suponer una demanda. Y expresar otro tipo de ideas te puede suponer perder tus trabajos, como me ha pasado a mí, y no volver a encontrarlos.
Este clima de neomacartismo es aterrador, pero lo peor es que nos está afectando en lo personal. A mis talleres llegan muchas mujeres con serios problemas de ansiedad. Mujeres a las que se les insulta, se les humilla, se les grita, se les desvaloriza en el sacrosanto nombre de la política. Y lo hacen casi siempre hombres, pero a veces también mujeres, en las reuniones familiares o a veces en casa. Cállate que tú eres una facha, o cállate que tú eres una roja.
Le hemos regalado a personalidades psicopáticas o narcisistas la excusa perfecta para ventilar sus frustraciones y para atacar a otras personas en nombre de una supuesta superioridad moral.
En el instituto al que acudió mi hija el nivel era escandalosamente bajo. Yo, a los 18 años, por supuesto sabía quién era Montesquieu y qué era la separación de poderes. Porque me tocó estudiarlo. Y te podía contar la Revolución Francesa y la revolución rusa con detalles y mapas. Porque me tocó estudiarlo. Ni mi hija ni mis amigos sabían qué era la separación de poderes, ni quién Montesquieu ni cuáles son las bases fundacionales de las democracias europeas. Y aún así la política estaba en todas las conversaciones. Se demonizó al empollón de la clase porque según ellos era facha y tenía una foto con Abascal.
En otro colegio habría sido porque el chico era rojo, tenía una foto con Pablo Iglesias. Pero mi hija va a un instituto público. El empollón de la clase jamás se había hecho una foto con Abascal, pero bastó con sembrar ese bulo para que le convirtieran a un apestado. Y todo porque era un chico que sacaba todo dieces, y un chico cuya familia obviamente tenía más dinero que el resto, y creaba mucha envidia.
Este ambiente de polarización y crispación me recuerda a cuando yo tenía 13 años y una banda de matones me obligó a cantar el Cara al Sol en la calle. Yo no sabía que era el Cara al Sol y pensaba que me hablaban de una canción de un caracol. A mí esto me afecta profundamente porque he ido perdiendo trabajos, solo porque he sido señalada.
Señalada por una señora ministra a la que el karma se la ha devuelto y, mira, ahora la traicionada y la que está en el paro es ella. Pero veo cómo le afecta a las mujeres que vienen a mis talleres. Como se ven obligadas a callarse en el trabajo o cuando ven a ver a sus suegros, cómo incluso a evitar temas ante sus propias parejas. Es invivible. Y no sucede solo aquí. Cuando empecé a ponerme a la ley trans era porque veía lo que estaba pasando en Canadá y que ya ha pasado aquí.
Todas las mañanas os dejo un rollo patatero que no sé si alguien lee, la verdad, porque debido al clima de crispación he tenido que cortar comentarios. Quizá a alguien le llegue y quizá alguien recuerde que hubo un tiempo no tan lejano en el que gente de diferentes ideologías podíamos tomarnos cañas en un bar y hacer risas sin el menor problema