¿ERES DE IZQUIERDAS O DE DERECHAS?

Los españoles somos víctimas de una extraña obsesión que nos lleva a etiquetar a nuestros conciudadanos en función de su orientación política. Es verdad, que otros etiquetajes se dan con profusión en todas las formas de relación social, construyendo sutiles barreras entre personas de diferente nivel social, económico, racial, e incluso por pertenecer a un determinado club de fútbol. Pero nunca alcanzan el poder estigmatizador que genera la simple sospecha por ser de derechas o de izquierdas. Y si alguien pretende librarse defendiendo su centralidad política o reconociéndose moderadamente liberal, recibirá el desprecio de unos y otros como si fuera un fascista camuflado o un rojo tibio y falto de compromiso.

Sucede que los españoles necesitamos pertenecer a una tribu que dé sentido a esa rabia, ese odio ancestral por nosotros mismos, y ¿qué mejor manera de aliviar ese sentimiento que volcarlo contra el otro?, ese que se atreve a cuestionar tu universo ideológico con su mera existencia. Porque sucede que entre nosotros, el respeto a la pluralidad política, la diversidad, o el libre criterio, se interpretan como una agresión a tus principios sean estos del color que sean.

Y es que el peso de las dos Españas sigue siendo una carga difícil de llevar. Rara vez, o nunca, veremos a sus representantes intentar superar sus diferencias en beneficio de la mayoría, es más, nunca se darán la razón unos a otros y mucho menos colaborarán en un objetivo- por necesario que este sea- si no pueden llevarse gran parte del mérito, o poner en evidencia las limitaciones del contrario.

Los españoles no estamos interesados en descubrir los aspectos positivos del adversario político, y mucho menos en concederles ningún reconocimiento. Es más, si la causa lo requiere, retorcemos la evidencia para mostrar el fracaso y la mala fe del contrario. Esto es tan cierto, que en ocasiones se ha generado situaciones caóticas, con el solo objetivo de debilitar al oponente, sabiendo del perjuicio general que a todos dañaría.

Somos lo que somos, doscientos años de enfrentamientos fratricidas dan buena cuenta de ello. Y aun así hay esperanza. Los últimos cuarenta años no han sido idílicos, ni perfectos. Todos los males han estado presentes (terrorismo, corrupción…) y sin embargo han sido lo mejor que hemos conseguido en siglos.

Si comprendemos el valor de esta experiencia, si sabemos transmitir a las nuevas generaciones, puede que las etiquetas se debiliten y aprendamos a sumar en beneficio de un futuro compartido que nos redima de anteriores fracasos.

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